El atemorizante limbo

Buenas, buenas.


Vaya momento este. Digamos que las primeras semanas se vive despreocupadamente con una sensación de ser un turista con el privilegio de pasar mucho tiempo en un lugar, sin la presión de conocer la mayor cantidad de sugerencias de los operadores turísticos en el menor tiempo posible, sin la tiranía de un guía. La posibilidad de perderse por ahí sin más responsabilidad que tener en cuenta los puntos de referencia para no perderse o tener en el bolsillo el dinero suficiente y la dirección anotada en idioma local en caso de emergencia. 
Pero lo de ahora es un punto de transición, dejar de ser turista y comenzar a ser residente; "...amargura sin nombre de dejar de ser niño y empezar a ser hombre" según palabras de Medardo Ángel Silva. ¿Es amargo? De alguna manera sí, la presencia temporal, la turística, es bien adolescente, libertina: todo está permitido, total en un rato más hay que salir de aquí.
Esa es la rutina del hombre perplejo, del alma asustadiza, de la pasión irrefrenable. Es la del hombre que hace concesiones nimias mientras está de vuelta a su metro cuadrado de seguridad y de confort donde no concesiona nada. El explorador audaz, el extranjero que salva sus nalgas de una cornada en Pamplona, una esponja que absorbe sin filtro las fachadas y las miradas condescendientes y remilgosas de los locales, la actitud de un mozalbete despreocupado, la reflexión epidérmica sobre la otredad de un ser humano que se deja seducir de baratijas. Con una facilidad pasmosa la mujer se enamora perdidamente por tres días del botones del hotel y el hombre desata fuegos pasionales por la mesera del restaurante. La actitud del turista siempre es la de un amateur que baila yaraví sobre una cuerda floja. ¿Hasta dónde transgredo para aprehenderlo todo en tiempo récord?
Se acabó ese tiempo. El nuevo es aprehender todo lo necesario para no transgredir. Ser acogido por una ciudad, entre otras cosas, significa, como canon mínimo, respetarla; la actitud debe ser permeable en un juego tramposo para volverse un ciudadano de aquí, sin perder la identidad de allá. Una tómbola de derechos y deberes que se construyeron en base a una cultura diferente.
Ese es el limbo. No tiene ninguna aplicación la imagen cristiana de una sala de espera difusa en la cual se aguarda el veredicto, es como un momento detenido en un lugar inexistente en el cual se fragua la nueva realidad. Provoca amargura y felicidad, complacencia y ansiedad, las expectativas son alentadoras y catastróficas, quizás sea la más macabra acción de alternar contrarios. ¡Maldita ley de los contrarios!
Yukio Mishima, uno de los más destacados escritores japoneses, en El Templo del Alba tiene unas referencias soberbias sobre el atardecer, el no momento, el instante donde se desatan las fuerzas que no se ven o no nos atrevemos a mirar, los minutos en los cuales la transición del día y a la noche, la escapada del sol y el arribo de la luna, el suspiro que media entre la vida y la muerte se vuelven tangibles.
Ese es el limbo en el que estoy, pero no pienso sentarme a esperar el veredicto, voy a intentar aprender a nadar mientras me ahogo. 

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