En blanco y en negro. Es decir, en gris

¿Cómo están?

Trato de cubrir mis sentidos con tonos bicromos, intento esta otra mirada, la del blanco y negro, es decir, de todos los tonos de gris. Entreno mis ojos para quitarle a la realidad los colores alucinantes que la sesgan, imponen un dulce-picante que no es propio de las esencias de esos paisajes. El neón como lápiz de labios, el pendón como rubor, el semáforo como pestaña postiza, los escalones como tacones descomunales, la ciudad como modelo, una mujer desnuda que imposta sus curvas para facilitar la obra del pintor que la retrata.
Tras esa ciudad voy. Evito la noche para hacerme un lado de la comodidad de ponerle una mortaja negra a un paisaje gris. Camino de día, cuando las nubes son veletas de vientos oceánicos y juegan a formar dragones de diverso grado de ternura. Camino de día con el sol al frente, las duras esquinas de los edificios apenas se desembarazan de las nubes que, lejanas, vuelan bajo el cielo azul sin miedo a engancharse en las esquinas.
Las flores están tan alegres con los pétalos casi completamente blancos y los tallos cerca del negro absoluto, algunas sombras despistadas cubren los lunares de los estambres, mueven las caderas a pesar de que el ruido de las llantas de los autos apaga la música del canal, los chasquidos de las barcas cuyas quillas pellizcan el agua que viene del mar.
Del negro pavimento al gris oscuro de la vereda al gris claro de la acera, al suplicio de las piedras sobre las que cabalgan los cascos de empleados públicos apurados, los clavos de los zapatos de mujeres con pantalones cortos como bufandas que horadan el piso que amaneció con tan pocas ganas de ser un fakir.
El semáforo: katana desenvainada sostenida por el brazo de un guerrero, su memoria es permanente, más que la presencia de la mayoría de líderes quienes se olvidaron que, de alguna manera, los samurai les dieron lo que son hoy.
El respeto como norma de convivencia tiene muy pocos matices. Las personas caminan por el lado izquierdo y cualquiera que trate de ponerle un color molestoso a la norma y andar suelto de huesos con sus llamativos tomates imposibles es, de seguro, un extranjero. Pero este día ni a los extranjeros coloreados con marcadores fosforescentes tienen espacio en el mundo donde los dueños son los grises; y, siguen siendo estorbos, descoloridos pero estorbos que no están dispuestos a jugarse por el blanco y negro del respeto por los demás, que prefieren los matices camaleónicos de su desordenado espíritu.
Debajo de una plataforma elevada –el hierro de las rielas se estremecen cada tanto-  un canal perdió por completo el contacto con el cielo. ¿Cuál es la palabra para denotar que una persona perdió su cielo, si aquella que perdió el suelo es desarraigada? El canal estaba desolado. Solamente el reflejo del agua, aquietada por las exclusas, le devuelve algo de la luz que le arranchó el engorde hacia arriba de la ciudad. Poco se mueven las barcas, rígidas las amarras y sin hombres dispuestos a navegar hacia la bahía como por un tubo.
Más allá, la brisa que llega dando saltos por las crestas de las olas humedece el rostro, las gotas son grises pero saben al blanco de la sal, unas cuantas zancas y al frente está la bahía de Tokio. De un golpe, la osamenta de un saurioposeidón, sobre la que corren las hormigas de metal en un orden que, por perfecto, termina por ser aburrido.
Y tras lo que fue el saurioposeidón tantos otros esqueletos que aguaitan por buques mayores, de aquellos que levantan olas demasiado grandes para que los botes del canal naveguen en paz. Por eso se guarecen en el canal.
El agua y el cielo tienen el mismo color. Hay los que tienen la desfachatez de contrastar semejante armonía, pero son pocos e inútiles. Apenas se ve la rueda moscovita del parque de diversiones de Odaiba, la córnea de un ciego con venas diminutas que poco le ayudan a imaginar siquiera un mundo de grises. Pasos para atrás, pasos de regreso, allí hay mucho cielo y mucho mar y ya hace hambre.
Lo que divide a los transeúntes de su almuerzo, a la hora meridiana cuando la luz de vuelve  una aplanadora, es una tela negra y trazos blancos del nombre del local en kanji. Dentro, la especialidad: soba: fideo grises de mediano grosor que se comen fríos. El local no tiene ventanas, pero es difícil asegurar que todos los ambientes oscuros son lóbregos cuando la bullanguera de los comensales mientras absorben las largas masas de alforfón son de un gris tan alegre.
Allá en el campo, donde se produce el trigo sarraceno otra es la historia, de una de las ciudades más locas a uno de los campos más bucólicos. Los chinos decían que Japón es la isla de las montañas; cuando se llega a alguna altura se divisa montañas que flanquean a otras. Las primeras son verde pimiento, las que les siguen el mismo verde, del mismo pimiento pero mustio tras un par de días de sol. Poco a poco, las hileras de montañas pierden el color y se funden con el gris del cielo que está al fondo, poco a poco la isla se eterniza, rompe las fronteras que pone el mar y más bien se hace nube y se va por allí, a buscar qué aprender en otros lares. Se va con su traje blanco y su camisa negra.

Vamos juntos.

Sin saber por dónde, el viento llega pegando rafagas que traen como premio gotas grises
El canal, las barcas, demasiado cerca del mar como para hacerse las desentendidas

El Rionbow Bridge, o la osamente de un sauroposeidón

El mar y su señorío



Los blancos profundos, los negros profundos... los grises profundos

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