En el envés del mundo

Buenas, buenas.

En el fondo, es una soquetada intelectual decir que estoy en el otro lado del mundo. Esta pelota azul verdoza, por su redondez, no tiene lados. Es como el cerebro, tiene hemisferios integrados. Es como el alma, fluye como una pompa de jabón que no distingue ni direcciones y que no se permite esquinas, todo es igual y diferente.
De manera que prefiero decirlo así, estoy en el envés, me siento de pie sobre una montaña mirando al horizonte desde una perspectiva que no conocía pero que es igualmente valiosa a la que veía entre los pliegues de los Andes. Evidentemente, toda ópitica nueva muestra la vida de otra manera, pero es la misma vida, la misma realidad, una energía igual. Invertida. Vuelvo, entonces, sobre la teoría del espejo, la misma imagen pero invertida (y me acuerdo de una novela del esmeraldeño Adalberto Ortiz, "El Espejo y la Ventana" que, creo, debía tener más suerte entre los lectores). Muchos se han ocupado tiempo en responder la pregunta de cuál es la imagen real y cuál el reflejo. En el mundo las dos son reales y las dos son reflejos, la repetición exacta de cada uno de los detalles me lleva a pensar que a ninguna de las dos se le pude acusar de ser un reflejo de la otra y, de hecho, en el espejo -tanto como en la ventana- hay un mundo completo, conciso, coherente con nuestro saber, entender y sentir.
Pero existe una sutileza, extremadamente ligera pero de una fuerza increíble, un objeto capaz de levantar una polvareda terrible debido al aleteo su esencia: el espejo.
A mi entender, el espejo es la forma; para citar a Juan Valdano, son los nimios rituales cotidianos los que abren un abismo entre quienes están en la realidad del refeljo o en el reflejo de la realidad, son los protocolos, las normas y los usos los que abren un abismo que nos parece insalvable. Por los modos terminamos por solazarnos con nuestros conocidos con la manida frase de "estoy en el otro lado del mundo". Y no nos alcanza la humildad para aceptar que estamos en el mundo, en el mismo: más allá o más acá.
Mientras caminábamos por las afueras del Palacio Impaerial esta mañana (para visitar una parte muy pequeña abierta al público hay que llenar un formulario en Inernet), caímos también en cuenta que hay una sensación de inseguridad que provoca algún nivel de pánico. Mientras estoy en Quito, sé para dónde debo mirar para cruzar la Juan León Mera, sé cómo debo hablarle a la señora de la tienda, sé a qué hora oscurece y sé cómo va a estar el clima mañana; sé quien va a ganar las elecciones y cómo va a estar la economía este año; sé de memoria quienes son unos estúpidos y a quién admiro. Muy adentro de mí, y creo que en el fondo de todos, todo lo que sé lo he aprendido para dominar el medio en el que vivo. Pero, en el momento que nos permitimos la blasfemia de salir de nuestra esquina de confort nos sentimos miserables. Es que perdimos el dominio del medio, es que el miedo nos domina, a pesar de que al frente tenemos seres humanos iguales, calles, ritos en los templos, puestos de venta de comida, impuestos, noches y cuervos cuyo graznido puede opacar el sonido ronco del motor de un Lamborghini rodando desquiciado por Gaiennishi dori.
Vivir en el envés del mundo, que es lo mismo que habitar el revés del espejo, es mirar una puesta de sol que en realidad es un amanecer.

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