Nakasendo, el corazón del paraíso

Sí, estoy emocionado y por eso va el título como esta, con el permiso de ustedes.

De Magome me enteré por Twitter. Yo que pensé que ese era otro de los juegos de las generaciones ultraconectadas, pues resultó que leí la palabra y me lancé a averiguar qué mismo es esto.
中鮮度 (Nakasendo), por aquí comenzó la fascinación. Es el nombre con el que se le conoce a la vía que unía Kyoto con Tokio durante la era Edo (1600-1850) y hablar de caminos viejos es tema sensible, luego de todas las investigaciones que realicé sobre el Qápaq Ñán, el mal conocido Camino del Inca. Nakasendo se puede traducir como "camino dentro de la montaña"
Tengo la idea que esos caminos guardan más que árboles y piedras, que yendo sobre ellos con las glándulas de la percepción activadas, en silencio, se puede escuchar todavía los cascos de los caballos montados por algú samurai, el choque de las suelas de madera de las sandalias de comerciantes, los saludos entre transeúntes: cuánta buena historia hay por ahí.
Dicho esto, tomamos un bus que en cuatro horas nos dejó en la típica parada de carretera. Tras unos 30 minutos de ascender a pie por vías pavimentadas llegamos al pueblo de Magome. Entonces nos faltó el aire.


Nos instalamos en una casa de huépedes, Magomechaya, nos asignaron una habitación con tatami, futón y un gran plumón para el frío. En la noche, la cena fue apoteósica: tempura, nave, arroz, pescado, soya y una novedad de estreno: carne de caballo cruda (sashimi). Todo se cierra en Magome a las cinco de la tarde, la noche cae a las cinco y media y luego de la cena, servida a las seis en punto, había que caminar un poco: las calles desiertas, ningún ruido que no fuera el del agua en descenso alterado y los molintos que aguantaban el golpe el líquido helado. Y la bulla ensordecedora de todas las estrellas que habitan en este enclave de demencia.
Al día siguiente nos despertó un desayuno tradicional con sopa de miso, pescado y arroz. Suficiente para equiparse y enfrentar el Nakasendo. La primera parte es una subida larga, de una hora, poco empinada. Se atraviesa casas y no se escucha nada, ni se ve a nadie, la presencia humana se intuye, la intuyen los árboles que tienen todavía copos de nieve guindados como pendientes de diamante.
Luego, el camino se mete sin pudor entre las piernas de las montañas, completamente blanco. La nieve apaga hasta los gemidos de la respiración, el sonido de los pasos es desagradable, los árboles reposan y se juntan para darse calor; otra vez, el agua susurra aventuras inentendibles a las gotas congeladas que no se moverán de ahí hasta que la historia llegue al final.
En la mitad de todo, en el medio de la nada, una casa se había caído del cielo en una planifice donde no cabían más que sus paredes, un corral, un molino y un par de maderos que se atrevían a manchar el paisaje albo. De la nada apareció el propietario de esa granja, quien nos arrastró a su casa; sobre el fogón, una tetera estaba en franca erupción y cubrió con sus vapores dos pequeñas tasas con té verde. Luego, gohe mochi (pasteles de arroz con una salsa ducle), aceitunas y rábanos encurtidos. Todo un desafío a la imaginación. Tras nuestro llegó un grupo de jóvenes que se instalaron en ese tambo alucinante. El dueño del lugar les habló y les cantó y les hizo aprender una canción.
Había que salir. Encontramos un letrero que alertaba a los caminantes sobre el peligro de encontrarse con osos. Encontramos unas campanas que sirven para asustar a los osos. Creímos escuchar a un enviado del emperador correr con un mensaje para entregarlo cuanto antes en Kyoto. Creímos encontrar dos porteadores que llevaban en sus hombres una silla de brazos y en su interior una dama con un kimono rosado y verde, un tocado de flores y el rostro perfectamente blanco. Creímos escuchar las órdenes dadas a una partida de soldados para que apuren el paso para ir a la batalla. Sentimos que un mundo milenario se había concentrado entre las montañas sin eco.

Llegamos a Tsumago, el siguiente pueblo en el Nakasendo y nos topamos con otra joya de casas con paredes de madera ennegrecida, con puertas corredizas que se abren a un mundo colorido y variados de artesanías, a estufas e irori (cocina tradicional que se ubica en el centro del salón y sirve para preparar los alimentos y para calentar el ambiente), un pequeño templo, la oficina de información, el correo, el silencio. El silencio. El silencio de miles de años de construir una manera diferente de ser.

Cuando vengan les llevo. Hasta entonces.

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