Jorge Carrera, los haiku y los días de Japón (II Parte)

Hola, saludos, tenemos temas pendientes. Traje para leerles la segunda parte de la historia del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade durante su estadía en Japón. Si no leyeron la primera y la introducción –si acaso necesaria-la pueden encontrar siguiendo este enlace: Jorge Carrera, los haiku y los día de Japón (I Parte).

Gomenasai: tres años en el Japón
(II Parte)

(…)
El descubrimiento de que “mi víctima” se hallaba gozando de buena salud lo debí a mi chofer, Furuya-san, originario de la misma provincia. Ya tranquilizado sobre la suerte de mi ex-secretario, me dediqué a conocer las tierras niponas, en compañía de mi mujer y mi hijo, y, naturalmente, del chófer, que se había constituido en nuestro guía. Mientras caían las primeras flores de cerezo, con su revoloteo de pequeñas alas rosadas, recorrimos Tokio y sus alrededores, Nara con sus santuarios y sus parques de ciervos, Kioto florida y musical como una pajarera de oro, ciudad viejísima y luminosa, donde la historia es un perfume que embriaga al visitante, Osaka con sus canales y los miles de faroles de sus casas de té, Kobe laboriosa y cosmopolita y, finalmente, Nikko, encantador nido formado por piedras musgosas, aguas cantarinas y curvos puentecillos de laca encarnada, como una pintura en seda.
Todos los fines de semana, íbamos de paseo a un lugar no visto aún por nosotros. En el camino de Kamakura nos encontramos un día con el Emperador del Japón, en su automóvil rojo, acompañado de su cortejo. Cuatro motocicletas abrían la marcha, y a su aparición la gente se arrodillaba, tocando con la cabeza el suelo, en actitud semejante a la de los siervos del Islam. Desde nuestros asientos pudimos contemplar el rostro imperturbable de Hiro-hito, con sus característicos espejuelos, sumergido en sus pensamientos. Iba vestido a la europea y acompañado de un oficial en uniforme.
Furuyama-san había bajado de nuestro automóvil para seguir el ejemplo de los demás. El cortejo imperial desapareció velozmente detrás de una cortina de polvo. Todo el mundo se incorporó y continuó sus actividades ininterrumpidas.
    –¿Por qué se arrodillaron al paso del automóvil rojo? Pregunté a Furuyama-san con aire inocente.
    –Hay un solo automóvil rojo en el Japón y ese es del Mikado, contestó.
    –¿Quién es el Mikado?
    –El Mikado es Dios.
Al pronunciar estas palabras, Furuyama-san inclinó la cabeza en genuflexión reverente. Millones de japoneses, probablemente la casi totalidad de la población de las islas niponas, tenían la misma creencia. El Shintoísmo había invadido el país y apenas existía algún islote de la secta búdica Zen, en el fondo de un bosque o en medio de un lago como el satuario de Izu.
También había en Yokohama grupos cristianos protestantes que asistían a la iglesia los domingos para escuchar las peroraciones de un pastor y entonar cánticos religiosos. En una ocasión se reunieron en la iglesia varios centenares, entre ellos mi buen amigo el profesor Okada, traductor de obras españolas –nada menos que Cervantes y los clásicos- a la lengua de los samurayes, y catedrático de la Universidad de Tokio. Ante mi observación de que se estaba extendiendo el protestantismo en el Japón, me dijo con una sonrisa: todos vamos a la iglesia a aprender inglés.
En peregrinación religiosa fuimos un domingo a Enoshima, santuario subterráneo cavado en la roca de una pequeña isla, unida a Honshu por medio de un puente de madera, de longitud impresionante. En el interior, no pude ocultar mi sorpresa. Me sentí transportado a América, antes del descubrimiento. El santuario parecía el de Pachacamac, según las descripciones de los Cronistas de las Indias. La figura de la zorra, tallada en madera, con grandes ubres, o sea la imagen de la diosa de la fecundidad, custodiaba la entrada. De los altares pendían cuerdas anudadas, semejantes a los quipos y fragmentos de telas con signos indescifrables. Los fieles completaban el parecido con un santuario precolombino, por la similitud de sus semblantes y vestidos con los de los indios del Ecuador y Perú. A la salida del santuario, saboreamos unos cuantos moluscos gigantes –llamados “awabio fulku rani”- (sic) acompañados del tradicional té verde que produce la suprema quietud del ánimo.
Los sitios de paseo de nuestra predilección eran Kamakura, Miyanoshita, Hakone, Kobe, cada uno por diferentes razones. La playa soleada de Kamakura, donde los pescadores ponían a secar los líquenes para su alimento, nos proporcionaba la ocasión de hacer un poco de ejercicio y al mismo tiempo evocar la historia del Japón, en la época de los dictadores militares, y admirar el gigantesco Daibutsu Buda de bronce, cuyo gesto plácido nos hacía recobrar la confianza, pese a que no dejábamos de reflexionar en la tremenda contradicción que existía entre las enseñanzas de Sakya Mumi y los actos de violencia inhumana ejecutados en China por los mismos hombres que se inclinaban ante la inmensa figura del dios metálico.
En Miyanoshita, la vista panorámica desde su colina florida de cerezos era fascinante. En las cercanías se alineaban árboles verdes y sonreían los jardines sobre un fondo lejano de montañas azules, envueltas en un vapor sutil, dorado por el sol. El hotel de Miyanoshita, en el centro de esa armonía terrestre, atraía a los extranjeros y a los japoneses distinguidos que acudían los domingos a gozar del paisaje y de la comodidad de las habitaciones que llevaban nombres de flores y estaban decoradas con arte delicado y original.
Hakone se destacaba por sus lagos poéticos y la dulzura de su clima. Los excursionistas japoneses, especialmente las mujeres, añadían una nota de belleza con sus kimonos pintados de suavísimos colores y sus peinados arquitectónicos. Con frecuencia, en los bancos de piedra colocados en los lugares de mayor encanto panorámico, familias enteras saboreaban el contenido de cajitas de madera de naranjo donde habían anguilas o los famosos fideos nipones, todo un almuerzo preparado.
Kobe ofrecía una estampa distinta. Era la civilización occidental con sus bares, su whisky, sus mujeres solas en busca de aventuras. Las jóvenes rusas eran muy estimadas y entre ellas se destacaba la felina y blanquísima Dussa, cuyo paso evocaba una sinfonía de balalaikas y caballos de trineo. Pero Kobe era sobre todo un puente para Shangai, “París de Oriente” como decían los europeos con un suspiro evocador. La travesía de Kobe al puerto chino se hacía por la noche, a bordo de una nave con sala de juego y music-hall, siempre abiertos para diversión de los pasajeros.
En cierta ocasión me embarqué para Shangai con el fin de enviar desde allí, con mayor seguridad, una nota reservada para mi Gobierno, sin temor de que se interpusiera la censura japonesa. Llegué a Shangai al anochecer por averías en la nave y otros contratiempos. La nieve comenzaba a caer sobre Naking-Road cuando me puse en camino para el hotel, después de haber contratado un rickcha (sic), o sea un cochecillo de dos ruedas, halado por un joven chino que se lanzó al trote con el brío de un caballo hacia la dirección indicada. El Hotel Cathay era uno de los más lujosos del Lejano Oriente. En sus salones se reunían los grandes industriales asiáticos y la familias ricas de la ciudad. Sus espejos veían pasar, con un guiño luminoso, las gráciles figuras de las damiselas chinas, vestidas de túnicas ajustadas, entreabiertas sobre el costado para mostrar la pierna escultórica, y cubiertas de costosos abrigos de pieles. había un abismo entre ese mundo, flor de la industria moderna, y el numeroso pueblo chino que circulaba por las calles apresurados, inquieto y pobremente alimentado, en medio de la cual se deslizaban disimuladamente los leprosos y los mendigos. Después de una noche de descanso, recorrí desde la mañana Shangai, “la ciudad gobernada por Cónsules”, en donde no se veía señal alguna de la guerra que ensangrentaba el suelo chino. Las vitrinas de los almacenes del sector internacional relucían repletas de alimentos, trajes, conservas y toda clase de mercaderías. En el sector francés, los establecimientos de modas evocaban a sus similares de Paris. Sin embargo, la guerra estaba a pocos pasos. Los soldados japoneses montaba la guardia en la entrada de Chapei, la ciudad mártir. No había un solo edificio en pie. El suelo estaba cubierto de ruinas calcinadas. Una muralla rota era el último resto del edificio de correos, donde se concentró la resistencia china en los momentos agónicos de la ciudad. Las fuerzas militares japonesas desataron huracanes de hierro y de fuego sobre sus adversarios y convirtieron Chapei en un montón de cenizas. Nunca pude olvidar esa visión durante mi permanencia en Asia.
Furuya-san me contó que había recibido malas noticias de su casa, en Shikoku, y que estaba obligado a dejar mi servicio para unirse con su familia y cuidar de su madre enferma. Le expresé que sentía su separación y que me haría falta en mis recorridos de fines de semana. Como Furuya-san insistiera, le entregué su salario juntamente con un obsequio “por haber sido un magnífico chófer y un leal servidor”. Futuya-san se retiró expresándome su agradecimiento con repetidas genuflexiones.
La vida social en Tokio era intensa en esos días. No sólo nos invitaban las autoridades imperiales y los Cónsules latinoamericanos sino también los Embajadores de Francia, Estados Unidos, Brasil, Colombia, Chile, México. Este último, el general Aguilar era una personalidad rebosante de ingenio, buen humor y simpatía. Todos sus actos llevaban la marca de la franqueza y la lealtad a sus ideas. “Yo fui uno de los Dorados de Pancho Villa” solía decir para manifestar que no se arredraba ante nada. Cuando circuló en Tokio la noticia de que Madrid estaba en vísperas de caer en manos de los rebeldes y de que corría peligro la República, el general mexicano fue en busca de su avión particular, en el aeródromo de la capital japonesa, y alzó vuelo anunciando que iba en socorro de los republicanos españoles. Pero, el avión no respondió al entusiasmo de su piloto y no pudo elevarse lo suficiente, cayendo a pocos pasos de la pista. El general Aguilar sacó de la aventura la nariz rota y algunas contusiones, salvando su vida por milagro.
Las invitaciones de las autoridades japonesas eran aceptadas por mí con placer, ya que me proporcionaban la ocasión de conocer las costumbres del país y observar detalles de toda clase. En una cena ofrecida en el Casino Militar de Tokio por el almirante Moriyama, aprendí algo acerca de la historia y de la lengua niponas. El anciano almirante había sido el segundo de Togo en la batalla de Port-Arthur, y aclaró algunos puntos de ese hecho histórico. Al ofrecer la cena a los Embajadores, llamóles Kakas, lo cual produjo un genuflexión de agradecimiento de los aludidos. No se alarme colega, me dijo mi vecino de mesa, la palabreja mal sonante quiere decir en japonés Excelencia.
El príncipe Ichijo nos invitó a su mansión, que era un verdadero museo de obras de arte,  con el propósito de convencernos de su aprecio a la América Latina. Entre las lacas, pulidas como el cristal, entre las sederías, los bronces antiguos y los marfiles espléndidamente tallados, escuchamos la exaltación de nuestros países, formulada por labios japoneses. En realidad, Ichijo no representaba en esos momentos el sentir de la mayoría de sus compatriotas que, deslumbrados por las victorias de la Alemania hitleriana, menospreciaban a los pueblos latinos y desconfiaban de ellos. En una reunión multitudinaria, celebrada en días anteriores, en el Hibiya Hall, bajo los auspicios de Dai Nippon Seimentoi, partido político de la nueva general, el General retirado Yoshitsugu Tatekawa, ante un auditorio de varios millares de jóvenes, manifestó que el Japón debía adoptar la ideología totalitaria y deshacerse de las doctrinas del liberalismo y el socialismo, “ya que la vida y la propiedad del pueblo japonés pertenecen a Su Majestad el Emperador y deben ser sacrificadas si es necesario por la gran causa de la Nación”.
Mi amistad con los diplomáticos y Cónsules de Francia y los Estados Unidos y, más aún, el origen francés de mi esposa, constituían motivos suficientes para intrigar a la Kagacho, o policía especial japonesa. Sucedió un hecho que agravó la situación. Un día se presentaron en el Consulado cinco ciudadanos nipones en la fila, solicitándome visar sus pasaportes para el Ecuador. Todos era, según sus afirmaciones, profesores de la Universidad de Tokio y deseaban estudiar el fondo submarino de la costa de la provincia de Esmeraldas. Les manifesté que, según la ley, yo debía solicitar autorización de mi gobierno y que tal gestión duraría, más o menos, dos semanas, habida cuenta de la situación mundial que entorpecía las comunicaciones. Los supuestos profesores arquearon varias veces su columna dorsal y ofrecieron regresar dentro del plazo señalado. No dejó de sorprenderme su aspecto militar y el lugar que habían escogido para sus estudios, en una región situada en las cercanías del Canal de Panamá, llave de dos océanos y posición estratégica en caso de un conflicto con los Estados Unidos. Mis temores dictaron mi conducta. Entre mis relaciones contaba yo con un amigo de toda mi confianza, profesor de la Universidad de Tokio a quien le pregunté algunos detalles sobre sus colegas que deseaban viajar al Ecuador.
    –Ninguno de ellos es profesor de la Universidad, me contestó mi amigo.
No había duda de que se trataba de espías, en alguna misión secreta. Inmediatamente informé del asunto a mi gobierno, en una comunicación reservada y urgente que llevé yo mismo a Shangai para evitar la censura de la correspondencia que existía en el Japón desde el comienzo del “incidente” con China y que se practicaba más severamente después de la invasión de Francia por las legiones de Hitler. La contestación llegó en una carta por correo aéreo que encontré abierta sobre mi escritorio consultar: el Gobierno me aseguraba que los solicitantes no eran espías y ordenábame visar los pasaportes del grupo de japoneses. La copia de la carta estaba ya seguramente en manos de la Kagacho. El jefe Kobuchi –O-moto como le decían los japoneses en su lengua, o sea “el honorable hombre pequeño”- que seguía los pasos del Cónsul francés, empezó a vigilar también mi residencia, aunque de manera tan indiscreta que yo podía verles desde la ventana de la biblioteca. Un día se presentó resoplando en mi despacho, con aire misterioso, pidiendo hablarme a solas sobre un asunto personal. Después de los saludos y genuflexiones de rigor, Kobuchi me dijo, con voz balbuceante:
    –La policía ha recibido una carta de Furuya-san, en la cual avisa que va a atentar contra la vida de Usted, señor Cónsul General.
Con la mayor calma, a pesar de que en el fondo encontraba el asunto divertido, pregunté a mi interlocutor:
    –¿Por qué motivo?
    –Porque usted le despidió de su empleo de chófer.
    –No hubo tal despido, –le contesté a Kobuchi- por lo cual deduzco que ésta es una invención burda con una finalidad que desconozco. Además, ningún ser humano, por insensato que sea, avisa primero a la policía para cometer un crimen.
    –De todas maneras, murmuró Kobuchi, la policía cumple con su deber, y como usted se defenderá, queremos conocer la marca de su revólver.
Era tan mal hilvanado el asunto que, con una evasiva, lo di por terminado, y acompañé hasta la puerta a Kobuchi, cuyas miradas oblicuas apenas podían ocultar su desconcierto.



Hay un tercer capítulo de esta historia, que estará frente a sus ojos en unos días. Hasta entonces.

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