El delito de la sospecha

Me gusta mucho, mucho, sentarme con ustedes a contar historias. La de hoy es una pasada epidérmica por un tema que está muy documentado en ciertos países pero que en general no se recuerda en voz alta. La historia es esta:

Este es un caso común, que sucedió en mucho lugares: hombres armados les sacaron de sus casas, les pusieron en un avión que voló varias horas hasta aterrizar en un lugar que luego supieron que era Estados Unidos. Fueron confinados en campos de concentración, acusados del delito de ser japoneses. Había 10 de campos de concentración, que tenían el nombre políticamente correcto de “campos de reubicación”; sobrevivieron unos 60.000 japoneses.
Esta fue una medida de estrategia militar durante la II Guerra Mundial, pues Estados Unidos había entrado en una espiral de paranoia social acentuada: aunque todos los informes militares decían que no iba a suceder, muchos vivieron, como un cuchillo afilado en el cuello, con la amenaza de una invasión japonesa al territorio continental estadounidense.
Al día siguiente del bombardeo nipón a la base de Pearl Harbor, en Hawai, los japoneses que habían emigrado de su país se convirtieron en delincuentes, autores del crimen de la sospecha. Si bien ese era el delito más grave del que eran tachados, tras él se escondían bastante xenofobia, desprecio étnico y mucho envidia. Pero, para ponerlo en la misma saca, todos eran sospechosos de colaborar con el ejército imperial nipón que era el enemigo declarado de esta parte del mundo.
Vale decir que la suerte es relativa, siempre lo es, en cada país la realidad fue diferente y los japoneses que emigraron a América tuvieron un progreso diverso. Salieron todos iguales. Es decir, las autoridades de su país organizaron, planificaron, resolvieron los problemas logísticos, establecieron convenios, activaron la diplomacia y hasta financiaron programas de migración para resolver la sobrepoblación.
El antecedente directo es que a partir que comenzó la Restauración Meiji (1868) y el país se metiera en un tobogán de transformaciones, la población llana recibió por debajo de la puerta la factura del cambio. El país estaba muy empobrecido y viajar al otro lado del océano Pacífico era una opción atractiva, nadie creía que en el lejano continente de América o en ningún paralelo del mundo hubiera tanta pobreza como la que soportaban ellos.
Para el gobierno, bajar el número de habitantes era indispensable en sus esfuerzos para resucitar la economía. Pero, también, podía beneficiarse de muchas maneras con el establecimiento de sociedades comerciales con otros país. Además, como hervía el sentido imperialista y las ganas de conquistar territorios continentales, las migraciones podía ayudar a mejorar la percepción del mundo respecto de su política exterior.
Este cuadro del MOFA (las siglas en inglés de Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón) es notorio. Entre 1899, cuando se iniciaron las emigraciones organizadas, y 1979, los países de Latinoamérica recibieron el siguiente número de japoneses:
Brasil        241 835
Perú        33 075
México    14 496
Argentina    7 892
Paraguay    7 560
Bolivia        2 064.

Los que llegaron fueron, en general, de clase baja, de aquellos a quienes no les da miedo el trabajo de verdad. Fueron encontrando actividades económicas más o menos exitosas, siempre estaban organizados y eso permitía obtener cierto apoyo del gobierno japonés para proyectos específicos.
El bombardeo contra Pearl Harbor fue el punto de inflexión. Estados Unidos solicitó a los países del continente que sean consecuentes con los convenios de defensa hemisférica y Japón se convirtió en enemigo. Dentro del concepto de “Japón” estaban los japoneses que vivían en Japón, los japoneses que vivían en América, las parejas no japonesas de los japoneses, sus hijos e incluso, en ciertos casos, los nietos. Luego, también estaban en ese saco los japoneses que tenían nacionalidad japonesa y los que ya habían cambiado de nacionalidad y era, estadounidenses, canadienses, peruanos, brasileños o mexicanos.
La solicitud de Estados Unidos fue leída de diferente manera. Paraguay ni tan solo rompió relaciones diplomáticas con Japón ni hizo nada en contra de los pocos inmigrantes nipones, porque no eran una amenaza real.
En el otro extremo del continente, a pesar de que las autoridades militares canadienses desecharon la posibilidad de ataque directo del ejército imperial, los políticos presionaron para que sean declarados una amenaza para la seguridad nacional, porque podían ser espías y saboteadores. El eje de esta acción fue la Columbia británica, que desde años atrás habían dado muestras de odio racista: sacaron de allí a unos 21.000 canadienses de origen japonés. Además, decomisaron 1.200 barcos de pesca, se cerraron las escuelas y periódicos japoneses.
En el caso del Canadá, los campos de concentración fueron llamados “zonas de protección”, eran ciudades abandonadas en las montañas Rocosas o en plantaciones de remolacha azucarera. Se les privó de los derechos ciudadanos y de propiedad, perdieron todo lo que se ganaron en décadas de trabajo.
Las familias se amontonaban en casas sin servicios, había promiscuidad, enfermedades, indigencia. Muchos fueron deportados y otros enviados a trabajar al campo o a minas sin salario ni beneficio alguno, como los esclavos. Buena parte de estas políticas segregacionistas se mantuvieron hasta años después de terminada la guerra.
La historia es diferente para los que emigraron a México. Cuando estallaron los fuegos bélicos los japoneses no fueron tratados con desconfianza, resentimiento o racismo. Se calcula que en ese momento había unos 6.000 y la mayoría estaban diseminados en los estados del norte (sin contar con la comunidad japonesa en Chiapas, la más antigua de América).
Si bien las relaciones con su socio transpacífico eran apropiadas, México debió sopesar la carga geopolítica: era cierto que le interesaba mantener relaciones fluidas con los del vecindario, pero tampoco es que hubieran sido atacados ni nada parecido.
Por eso, las medidas fueron más laxas. Si bien se movilizó a muchos japoneses para ponerlos lejos de las cosas pacíficas y de la frontera con Estados Unidos, en general su condición de vida no se afectó tan gravemente como en otros casos.
Como el del Perú. Se calcula que 1.800 fueron enviados a los campos de concentración de Estados Unidos acusados de espionaje y actividades subversivas. Pero su verdadero delito era que lograban prosperar más rápido que los peruanos y había acusaciones regulares de que les estaban quitando el trabajo.
En la década de 1940 fueron destruidos 600 negocios, viviendas y escuelas propiedad de ciudadanos de origen japonés, debido a saqueos bien organizados. Los choques militares de la II Guerra Mundial dieron a los peruanos una excusa para hacerlo sin inquietudes morales. En ese entonces se supo también que Estados Unidos necesitaba tener japoneses para usarlos para intercambios de prisioneros.
El vecino del norte de Perú, Ecuador, tiene una historia que es sobre todo vistosa. El gobierno nacional cedió Baltra, una de las islas del archipiélago de Galápagos, para que se construya una base militar estadounidense, para curarse del temor de que hubiera un ataque al canal de Panamá.
Salvo esas vacaciones pagadas de las que gozaron unos 6.000 militares, no hubo nada más que reportar en esta parte del océano Pacífico. Nada ni remotamente parecido a lo que se vivía, por ejemplo, en Los Ángeles.
Se le bautizó como la Batalla de los Ángeles y sucedió así: un submarino japonés había disparado contra un almacén de combustibles, se incendiaron algunos pero no hubo víctimas. Al día siguiente, henchidos de histeria bélica, se dispararon armas antiaéreas contra el cielo. El ruido llamó la atención de otras unidades que también dispararon, fue una reacción en cada que detonó 1.430 municiones contra ningún objetivo.
Pero en Brasil el conflicto sí era real, la rabia contra los japoneses era similar a la desatada en Perú. Se decía por todas partes que "Lo que una familia brasileña tarda 5 años los japoneses lo logran solo en 1 año”. Ese sentimiento fue el que generó acusaciones previas de competencia desleal y acciones posteriores más radicales.
Segregación, arrestos, expropiación de bienes, elaboración de listas negras, cierre de escuelas y periódicos, prisión en centros de detención y colonias, todo lo que se pudiera hacer para sacar provechos de las víctimas del delito de sospecha.
En Estados Unidos se calcula que se detuvieron a unos 120 000 extranjeros sospechosos de colaborar con el Eje, la mayoría japoneses. La estrategia era sacarlos de su residencia habitual, separar las familias y controlarles en instalaciones de alta seguridad. Las instalaciones estaban en parajes insólitos.
Fueron años aciagos para una gran cantidad de emigrantes que buscaban prosperidad, que estaban dispuestos a integrarse a los países que les acogían y ser actores de su desarrollo.
En las guerras no hay bueno ni malos, todo apesta. Y los que pagan la pestilencia son los que hacen que el mundo, de tiempo en tiempo, camine hacia el futuro.

Saludos, ¿nos vemos pronto?

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